viernes, 19 de agosto de 2022

Las entradas de la Ciudad de San Sebastián, por Ategorrieta y la Concha.

 NO sé cuántos pueblos existirán en el mundo que como la ciudad de San Sebastián, ofrezcan al que la visite, tres grandes imponderables entradas. Tres bellísimas escaleras principales de un palacio, para entrar en el gran salón, o tres maravillosos pasillos ornamentados, para gozar de la opulencia de toda su majestad. Este es el caudal urbanístico más bello de la Ciudad.


Cuando se entra en una capital, aunque toda ella sea muy bella y muy atractiva, una de las condiciones casi esenciales, es que la entrada, aunque no cuente más que con una, ésta sea muy bella. Porque es la impresión primera la mejor; la que predispone a juzgar la población, en general, de más o menos belleza.


Roma y Londres tienen entradas soberbias. Londres, cuando se entra por el puente Westminster, presenta uno de los aspectos más majestuosos. El Támesis y aquel puente son de grandeza extraordinaria; del puente se desemboca a la gran calle del Parlamento y, aún, a otra más ancha; se descubre entonces a derecha e izquierda, magníficos edificios y palacios. Termina aquella espléndida vista en la plaza donde se encuentra la gran estatua ecuestre de Carlos I.


Lo que sucede es, que por muy bello y grandioso que se presente, aquella majestuosa entrada, para nada sirve al visitante, al encontrarse con una niebla que viene a desencantar a cuantos llegan con lógica ilusión, a la formidable urbe europea de Londres.


No vamos a formalizar ninguna comparación, pero tampoco tenemos que envidiar a nadie en la entrada de la capital. La ciudad de San Sebastián ha sido conocida desde hace muy largos años, con el nombre de Iru-Chulo; es un nombre simpático, que traducido del vascuence, quiere decir «tres agujeros».


«Estos son de Iru-Chulo», se decía a principios del siglo XIX, cuando se encontraba a los habitantes de San Sebastián. El trato original ya venía de siglos anteriores. Al decir Iru-Chulo, se hacía ver que eran de la villa y de la ciudad que tenía tres agujeros, es decir, eran los tres agujeros que por cualquiera de ellos se podía entrar en San Sebastián, hacia el mar.


Y efectivamente, ya en el siglo XVII, el inmortal obispo de Pamplona, don Prudencio Sandoval, habla de la villa de San Sebastián, de Guipúzcoa y de las tres entradas que la villa tiene hacia el mar. Esta es la Iru-Chulo, tan castizamente nombrada, y Sandoval lo hace constar en su tan rarísima como importante obra, en el comentario sobre el pueblo de Hizurun.


A principios del siglo XX, la ciudad de San Sebastián, mantiene aquellos tres agujeros, de los que ya con relación de siglos anteriores cita Sandoval. Los tres son de una gran belleza. No se sabe cuál se ha de colocar en primera línea; la entrada de San Sebastián por la carretera de la Frontera, llegando al Paseo de Ategorrieta. La entrada por la carretera del antiguo, dominando todo el horizonte del mar Cantábrico. Y la entrada por el mar, que antiguamente llegaba nada menos que hasta la hoy carretera de Igara, de la que más adelante hablaremos. Y en la actualidad hasta la bahía de la Concha, dársena y puerto de San Sebastián.


La entrada por la carretera de la Frontera, aparte de recordar las suntuosas llegadas de los más grandes reyes de la historia a Fuenterrabía, embarcando en la Herrera y pasando Rentería, presenta un paisaje sencillamente encantador.


La carretera que comienza en Irún, descubriendo un paisaje de montañas a ambos lados, unidas y esparcidas en suaves declives. La gracia de los caseríos esparcidos en la pendiente del Jaizquibel, como ambiente de vida. Un recorrido sencillamente maravilloso por los matices del color y la suavidad de las líneas. Y un aire envuelto en sonidos de misterio, nos lleva a la visión del mar azul, en uno de los puertos más bellos del mundo, como Pasajes, con su defensa natural de montañas, enhiestas sobre cimientos inconmovibles de la tierra.


Y en poco tiempo, la belleza del gran paseo de Ategorrieta; la carretera abierta y defendida de los aires bruscos. La población de palacios y palacetes, ornamento de guardianes uniformados, camino de belleza que sabe a sol, con entrega de salud y alegría de brisa; lira desbordante de armonías del espíritu. Y de noche, un misterio de silencio romántico. De pronto, la entrada luminosa a la Ciudad, por un puente a cuyos dos lados, la sinfonía del mar y la majestad de las montañas, entrega a la vista, la ética de la emoción.


No puede dar la entrada de una ciudad, ni el paso de un puente como el de Santa Catalina, una emoción de mayor poder sugestivo, que la visión de esos dos paisajes.


Detenerse unos momentos para la mera contemplación del espíritu, es comprender hasta el infinito, la misma esencia de la belleza. Porque esta entrada de San Sebastián, dejando el paseo de Ategorrieta, es la mayor delicia de los sentidos, cuando en realidad se quiere recrear en la visión del gran paisaje. Un momento de descanso, en la carretera de Ategorrieta, al pie del Convento de Santo Domingo y después de la Clínica de San Ignacio, admiramos los dos montes de Igueldo y Urgull. Recortados en abanico, delinean la concavidad celeste, y maravilla el fondo, con el colorido ideal de rojo y púrpura, iluminando las tardes veraniegas y otoñales.


Es la poesía en el crepúsculo; la meditación en la hora en que se postra la tarde; parece como el último color de la vida que muere; la melodía que se apaga; el canto que termina; pero en la dulce melancolía del espíritu. Y todo esto que es belleza, es a la vez uno de los mayores encantos de la ciudad de San Sebastián.


Estos matices que deben contemplarse, son una parte, la más deliciosa, de todos los atractivos de la Ciudad. Cuando el alma es sensible, se llena de gran emoción si se fija en estos dos cuadros que acabo de describir. La visión celeste entre los dos montes de Igueldo y de Urgull, la expresión del color y de los dos lados del Puente de Santa Catalina; la luminosidad del mar que se acerca a lo que parece el infinito; la fantasía de una cordillera de montañas, como una decoración incansable a la vista.


Pero esto, no solamente hay que sentir; hay que hacer sentir, hay que educar. Y con todo el lirismo que convida a la delicia de la vida, y a amar el espíritu, se entra por la Avenida de España en la Ciudad de San Sebastián, y se acaba por abrazarse con la vista del mar.


Vamos ahora con la segunda entrada de San Sebastián. Si hay algo bello en el mundo, es toda, cuanto se puede contemplar como emoción y como amor. Es la entrada por la carretera del Antiguo y la continuación por el paseo de la Concha.


Estamos hablando históricamente a principios del siglo XX; porque la visión de la lejanía del mar y de un paisaje virgen, era ya en la antigua y primitiva entrada de San Sebastián cuando,

todavía siendo villa, se bajaba a la Ciudad por la carretera de Ayete. Y el Rey Felipe III manda parar la suntuosa comitiva, que con su Majestad, llega a la Ciudad. El Monarca, maravillado ante el paisaje, se detiene en el alto de San Bartolomé. La emoción le produce una de sus más bellas exclamaciones y baja a la Villa. Nunca pudo suponer el Rey lo que San Sebastián encerraba en belleza tan sugestiva.


Pero esta entrada es la antigua; no hablemos de ella, sino de la moderna, que actualmente llega por el Antiguo. Es la entrada que deja ver la maravilla de la bahía de la Concha en toda su más soberbia plenitud. Y la entrada de Ayete por Oriamendi, destruída por la piqueta de la civilización, carece hoy de la antigua belleza; hasta parece que no existe, y sin embargo, ¡cuánto encierra de bello ante la visión de su histórica montaña, de todo su abierto panorama que nos va recordando la nueva Ciudad! La segunda entrada, por la carretera del Antiguo, recordando aquel primitivo San Sebastián, es en la actualidad de la más suprema belleza. Hay días en que es tal la pureza de su cielo, que parece distinta al resto del cielo de la Ciudad.


La entrada anterior se verificaba por la calle Matía, pero la actual, construída durante el primer tercio del siglo XX, es a través de la Avenida de Zumalacarreguí. Esta Avenida bordea todas las bellas edificaciones de Ondarreta. Cuando ya se entra en ella, surge la primera vista de la maravilla del mar, el sentimiento de la naturaleza cuando la vista del monte Igueldo inicia en el hombre la ternura de las cosas que van apareciendo a medida que se va entrando carretera adelante; y la música que murmura los primeros compases de la cadencia de las olas, va sucediéndose con la suavidad de una oración de monjes recogidos.


Mirando a mano izquierda, toda la opulencia del mar, es como una majestad con manto de armiño. La primera visión es la de la superficie casi inmóvil de la bahía; es el espejo que en un inmenso cristal, se refleja el anfiteatro del paseo de la Concha.


Paseando por la suavidad de la curva que llega hasta el final del paseo, sentada sobre el mar, está la isla de Santa Clara con toda su interesante historia.


Cuando amanecen esos días gozosos, de pureza de santidad, el viajero que va entrando sin mover su vista de un panorama casi único en el mundo -y lo digo sin hipérbole, se encuentra con las aguas doradas por el sol de los cielos y el encanto de una arena, que por su finura y suavidad, es un bello tapiz para que lo puedan pisar delicados pies de unas virgenes del Señor.


Y todo esto abierto, mirando por el mar, como la verdadera figura de una concha. Y desde el comienzo de la entrada, como la gran línea de una palmera ligeramente ondulada. Pero en junto la plenitud de la vista.


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