viernes, 19 de agosto de 2022

La tribu Araucana.- El Gran Casino y el Museo de Oceanografía

"La Baskonia de Buenos Aires".- El "Guernicaco Arbola" cantado en ruso.-Marcelino Soroa.

José María de Iparraguirre.

Enaltecimiento y conmemoración histórica del bardo Guipuzcoano José María de Iparraguirre.

Anécdotas.- Historia.- Pastelería y pasteles de la ciudad de San Sebastián.

Anécdotas.- Historia.- Pastelería y pasteles de la ciudad de San Sebastián.

Las danzas.- Costumbres y bailes.

Costumbres.- Los bailes y el tamboril.

La Región.- La comida familiar y los cigarros habanos

La Primera Parroquia de Santa María.- Prueba documental que suspende la antigua procesión del día de San Sebastián.

El carácter literario de las fiestas conmemorativas del año de 1913 y la destrucción de un monumento.

El Cardenal Verdier.- Los Nuncios Ragonesi y Tedeschini.

Homenaje a Samaniego por la Sociedad económica de Amigos del País.

Muere don Manuel Lizariturry.

El turismo..... y hacia el turismo.

Nuevos episodios veraniegos a principios del siglo XX.

El Ministerio de Jornada - El prestigio de la Ciudad de San Sebastián.

El Trasatlántico "Meteoro" en San Sebastián y una batalla de flores en la Avenida de la Libertad.

La entrada de la ciudad de San Sebastián por el mar.

 COMO ya dije en el anterior capítulo, la tercera entrada de la Ciudad, es la que se verifica por el mar. La entrada por mar, como tercer agujero de San Sebastián, es de un efectismo impresionante. Cuando la visión es algo lejana, las dos montañas de Urgull e Igueldo surgen como dos emociones líricas; la Isla de Santa Clara es una inspiración de melodía, y la llegada a la bahía, el sentimiento más vivo de amor a la naturaleza, creada por Dios para admiración del hombre.


Es entonces la Ciudad una extraña maravilla, donde encarnan las montañas que la circundan, y la misma Ciudad, que recuerda el arte urbanístico al pie de una cordillera. La entrada a San Sebastián por el mar tiene un encanto extraordinario; en días de primavera o verano son los reflejos del sol, que inunda de matices multicolores todo un anfiteatro; es la misma bahía que parece abrazar toda manifestación del espíritu, la misma belleza del agua y de la arena, que forman la unión de los colores más diversos.


A medida que se va acercando a tierra y se abarca el arco de toda la Ciudad, el contraste de la estética es de inmejorable belleza. Cuando yo he llegado alguna vez a experimentar la sensación de la sonoridad, es cuando a la aproximación de la playa, toda la sucesiva rompiente ha alcanzado una vibración de ritmo. He pensado de cómo las fuentes del arte, tienen una visión o una expresión de la más profunda sencillez.


La ciudad de San Sebastián, vista desde el mar, es de tal encanto al abandonar el horizonte infinito; produce tal goce de los sentidos, que parece un cambio físico, sin poder apreciar el verdadero sentido de la belleza. Así, San Sebastián es una ciudad excepcional. Cada trozo del mar que la rodea es un momento de meditación, y cuando se entra en su bahía, es a su mano izquierda, uno de los más bellos rincones; todo el contraste del solar viejo que recuerda el antiguo.


Sigue la construcción de todo el urbanismo de mediados del siglo XIX; y cuando ya llega el centro de la Ciudad, la belleza del anfiteatro de la Concha, es visto desde el mar como la delinearon aquellos artífices de San Sebastián, del principio del siglo XX, y todo el conjunto de algo que produce una gran sensación de belleza difícil de superar.


Recordemos ahora la historia con la expresión de la belleza como principio del arte. Vamos ahora al mismo fundamento de la historia como principio de la Ciudad. Y al dirigir la vista desde el lado inclinadamente derecho de la bahía, y deteniéndonos en el avance de Ondarreta, siguiendo todavía más a la derecha, allí está el lugar, totalmente reformado, que fué en su origen la entrada de aquel primer puerto defendido por grandes diques. Pero el desnivel entre la superficie de la bahía y la del puerto, que dicen los antiguos documentos, era de tal proporción que nunca mantuvo seguridad absoluta. El primer puerto de San Sebastián, que bañaba toda una originaria población, corrió varias veces peligro de ser sumergido por el ímpetu de las aguas de la bahía. En los días de grandes temporales, el peligro era algunas veces inminente; con vientos forzados del cuarto cuadrante, no sólo era peligrosísima la entrada en el primer puerto que tenía San Sebastián, sino también la ruptura de los diques.


Los nombres de Portuondo, Portuaundi, Portuechie, llevan todavía a nuestros recuerdos históricos, la existencia del puerto y villa de San Sebastián; del mismo modo que en Terranova los epitafios de numerosas sepulturas de nombres vascos, que poblaron las pequeñas islas. 


El llamado Antiguo, y en su lado derecho entrando por la bahía, es el primer puerto de San Sebastián, y fué en sus cercanías, la primitiva población desde los primeros siglos del cristianismo. ¿Fué la antigua Hizurun, la que se hundió entre los mares? No sé si puedo asegurar que una excavación bien estudiada podría dar por resultado el hallazgo de la población de San Sebastián primitivo; el San Sebastián antiguo, aquel que a pesar del hundimiento dejó recuerdos de su remota antigüedad. El estudio de la pila bautismal descendiendo del año 1400, daría, a no dudarlo, un resultado positivo.


Pero no es este el lugar ni el momento de ahondar en fechas tan lejanas de la historia de la que fué vilia de Hizurun o villa de San Sebastián. Pues bien; estas son las tres entradas que he descrito de la actual Ciudad, y nos dan una idea exacta de su magnífica belleza. Estas entradas han ido reformándose a través de los años; los que sólo conocían la entrada por la calle Matía, quedarían asombrados ante la belleza de la Avenida de Zumalacarreguí; la Avenida de aquel insigne caudillo, héroe de tantas y tan reñidas batallas; tiene la suavidad de una alfombra cuando se entra a la Ciudad.


La entrada por el mar al puerto y muelle, tiene hoy una actividad distinta de la que existía al principio del siglo XX. Pero se entra por el muelle, no sólo a la antigua, sino a las viejas calles de la Ciudad, salvadas del incendio y del saqueo, y dos templos de los siglos XVI y XVIII, y un edificio convento del siglo XVI de la orden Dominicana, de lo que podemos admirar y enseñar.


Y aquí llegamos, con la descripción de la entrada, a una fase distinta de la misma población, y a la necesidad imperiosa de conservar todas las bellezas de nuestro paisaje, con un cuidado exquisito. Nosotros no podemos compararnos, en todas las bellezas del arte religioso ni de arte profano, a otras capitales de España. Esto es evidente. No poseemos la riqueza catedralicia de Toledo, ni sus tapices, ni pendones, ni estandartes, ni menos una portentosa custodia como la de Arfe. Tampoco esas maravillosas catedrales de León, Burgos y Sevilla. No tenemos arte profano, ni lienzos de arte religioso como en las capitales de Sevilla, Córdoba, Valladolid. Todo esto es algo de maravilla, que recuerda lo inmortal; el hombre profundamente religioso se arrodilla y anonada; el estudioso y observador encuentra temas para escribir literatura, también inmortal; y el turista, sabio o profano, invade templos y museos para embobar su curiosidad y admirar su grandeza, sin igual en el mundo. Esto es evidente.


Pero en cambio, la mayoría de esas poblaciones, carecen de la obra creadora de Dios, que nuestra querida ciudad de San Sebastián la tiene como un espléndido regalo de la Naturaleza. Tenemos ese paisaje tan bello y tan atractivo, de una suavidad encantadora, que por cualquier lado que se le mira no admite superioridad de comparación. Tenemos un horizonte tan divino, que ninguna persona de mediana sensibilidad se cansa de admirar; cordilleras de montañas cerca de la ciudad misma; una bahía como la de la Concha, que cuanto más se contempla, cuantos más años pasan, siempre está bellísima y de incomparable grandeza. Y más gusta. Y esto, aparte del arte religioso, es la riqueza de la ciudad de San Sebastián, la que debe cuidar y la que tiene que mantener.


Cuando se construyó el ferrocarril del Monte Ulía, el éxito fué tan magnífico que diariamente subía el público a contemplar todas las bellezas que encerraba. La familia Real le dió distinción. El monte Ulía carece hoy de ferrocarril y de funicular. He aquí un trozo de vida donostiarra que se ha abandonado. No es que se haya perdido, porque la belleza de Ulía no se pierde mientras exista; pero carece de la vida veraniega, y aun local, que le dió renombre paisajísta a San Sebastián.


Y aquí está el secreto de la Ciudad; en saber aprovechar todos aquellos matices que son su mayor encanto. Y sobre todo, distinción. Cuando llegaban a la ciudad de San Sebastián la Princesa Pignatelli de Aragón para visitar a la Infanta Eulalia; cuando el Duque de Oporto llega a nuestra Ciudad, acompañando a la Reína Pía, y el Alcalde, al recibirla, la saluda en nombre de la Ciudad y la ofrece un ramo de flores; cuando el Príncipe Pío de Saboya llega, trayendo para el Ministro de la Gobernación las insignias de la Gran Cruz de San Gregorio el Magno, concedidas por su Majestad; cuando todo era grandeza y distinción. San Sebastián no cedía a nadie en rango y en señorío. Ni tampoco hoy.


Pero hay algo, que entonces secundaba la iniciativa privada con casi o ninguna ayuda de las Corporaciones.


Eran aquellos grupos de personalidades financieras, de donostiarras acomodados, que con iniciativas felices, ornamentaban la Ciudad. El siglo XX, en su primera mitad, ha sido para San Sebastián el siglo de un progresivo desarrollo. Ahora, lo difícil es saber seguir encontrándose con una ciudad en pleno crecimiento y no atrofiarse.


Hemos hablado de las tres más bellas entradas de la ciudad de San Sebastián. He recordado históricamente, el hundimiento de la primera villa de San Sebastián. He llegado a un momento en que me venía a la mente la palabra «turismo». Me había olvidado de ella, con encontrarse hoy sobre el tapete...


Pero comentar el siglo XX en su primera mitad y no hablar de turismo, en el verdadero sentido de la palabra, parece una falta a una de las actividades más fecundas que ha llegado a la Ciudad.


La ciudad de San Sebastián no ha buscado el turismo, el turismo ha venido a la Ciudad; no ahora, sino, con otro vocablo, hace ya dos siglos. Turismo es un origen de visitantes de San Sebastián; de quién ha llegado y de quién se ha marchado.


Turismo es algo asimilable en toda ciudad de atrayente interés. Más adelante lo comentaré con la misma amenidad histórica con que se comentan los hechos y episodios más salientes de la ciudad de San Sebastián.


Episodios.- San Sebastián ciudad de trabajo.

Costumbres - El vascuence en la Ciudad.

Las entradas de la Ciudad de San Sebastián, por Ategorrieta y la Concha.

 NO sé cuántos pueblos existirán en el mundo que como la ciudad de San Sebastián, ofrezcan al que la visite, tres grandes imponderables entradas. Tres bellísimas escaleras principales de un palacio, para entrar en el gran salón, o tres maravillosos pasillos ornamentados, para gozar de la opulencia de toda su majestad. Este es el caudal urbanístico más bello de la Ciudad.


Cuando se entra en una capital, aunque toda ella sea muy bella y muy atractiva, una de las condiciones casi esenciales, es que la entrada, aunque no cuente más que con una, ésta sea muy bella. Porque es la impresión primera la mejor; la que predispone a juzgar la población, en general, de más o menos belleza.


Roma y Londres tienen entradas soberbias. Londres, cuando se entra por el puente Westminster, presenta uno de los aspectos más majestuosos. El Támesis y aquel puente son de grandeza extraordinaria; del puente se desemboca a la gran calle del Parlamento y, aún, a otra más ancha; se descubre entonces a derecha e izquierda, magníficos edificios y palacios. Termina aquella espléndida vista en la plaza donde se encuentra la gran estatua ecuestre de Carlos I.


Lo que sucede es, que por muy bello y grandioso que se presente, aquella majestuosa entrada, para nada sirve al visitante, al encontrarse con una niebla que viene a desencantar a cuantos llegan con lógica ilusión, a la formidable urbe europea de Londres.


No vamos a formalizar ninguna comparación, pero tampoco tenemos que envidiar a nadie en la entrada de la capital. La ciudad de San Sebastián ha sido conocida desde hace muy largos años, con el nombre de Iru-Chulo; es un nombre simpático, que traducido del vascuence, quiere decir «tres agujeros».


«Estos son de Iru-Chulo», se decía a principios del siglo XIX, cuando se encontraba a los habitantes de San Sebastián. El trato original ya venía de siglos anteriores. Al decir Iru-Chulo, se hacía ver que eran de la villa y de la ciudad que tenía tres agujeros, es decir, eran los tres agujeros que por cualquiera de ellos se podía entrar en San Sebastián, hacia el mar.


Y efectivamente, ya en el siglo XVII, el inmortal obispo de Pamplona, don Prudencio Sandoval, habla de la villa de San Sebastián, de Guipúzcoa y de las tres entradas que la villa tiene hacia el mar. Esta es la Iru-Chulo, tan castizamente nombrada, y Sandoval lo hace constar en su tan rarísima como importante obra, en el comentario sobre el pueblo de Hizurun.


A principios del siglo XX, la ciudad de San Sebastián, mantiene aquellos tres agujeros, de los que ya con relación de siglos anteriores cita Sandoval. Los tres son de una gran belleza. No se sabe cuál se ha de colocar en primera línea; la entrada de San Sebastián por la carretera de la Frontera, llegando al Paseo de Ategorrieta. La entrada por la carretera del antiguo, dominando todo el horizonte del mar Cantábrico. Y la entrada por el mar, que antiguamente llegaba nada menos que hasta la hoy carretera de Igara, de la que más adelante hablaremos. Y en la actualidad hasta la bahía de la Concha, dársena y puerto de San Sebastián.


La entrada por la carretera de la Frontera, aparte de recordar las suntuosas llegadas de los más grandes reyes de la historia a Fuenterrabía, embarcando en la Herrera y pasando Rentería, presenta un paisaje sencillamente encantador.


La carretera que comienza en Irún, descubriendo un paisaje de montañas a ambos lados, unidas y esparcidas en suaves declives. La gracia de los caseríos esparcidos en la pendiente del Jaizquibel, como ambiente de vida. Un recorrido sencillamente maravilloso por los matices del color y la suavidad de las líneas. Y un aire envuelto en sonidos de misterio, nos lleva a la visión del mar azul, en uno de los puertos más bellos del mundo, como Pasajes, con su defensa natural de montañas, enhiestas sobre cimientos inconmovibles de la tierra.


Y en poco tiempo, la belleza del gran paseo de Ategorrieta; la carretera abierta y defendida de los aires bruscos. La población de palacios y palacetes, ornamento de guardianes uniformados, camino de belleza que sabe a sol, con entrega de salud y alegría de brisa; lira desbordante de armonías del espíritu. Y de noche, un misterio de silencio romántico. De pronto, la entrada luminosa a la Ciudad, por un puente a cuyos dos lados, la sinfonía del mar y la majestad de las montañas, entrega a la vista, la ética de la emoción.


No puede dar la entrada de una ciudad, ni el paso de un puente como el de Santa Catalina, una emoción de mayor poder sugestivo, que la visión de esos dos paisajes.


Detenerse unos momentos para la mera contemplación del espíritu, es comprender hasta el infinito, la misma esencia de la belleza. Porque esta entrada de San Sebastián, dejando el paseo de Ategorrieta, es la mayor delicia de los sentidos, cuando en realidad se quiere recrear en la visión del gran paisaje. Un momento de descanso, en la carretera de Ategorrieta, al pie del Convento de Santo Domingo y después de la Clínica de San Ignacio, admiramos los dos montes de Igueldo y Urgull. Recortados en abanico, delinean la concavidad celeste, y maravilla el fondo, con el colorido ideal de rojo y púrpura, iluminando las tardes veraniegas y otoñales.


Es la poesía en el crepúsculo; la meditación en la hora en que se postra la tarde; parece como el último color de la vida que muere; la melodía que se apaga; el canto que termina; pero en la dulce melancolía del espíritu. Y todo esto que es belleza, es a la vez uno de los mayores encantos de la ciudad de San Sebastián.


Estos matices que deben contemplarse, son una parte, la más deliciosa, de todos los atractivos de la Ciudad. Cuando el alma es sensible, se llena de gran emoción si se fija en estos dos cuadros que acabo de describir. La visión celeste entre los dos montes de Igueldo y de Urgull, la expresión del color y de los dos lados del Puente de Santa Catalina; la luminosidad del mar que se acerca a lo que parece el infinito; la fantasía de una cordillera de montañas, como una decoración incansable a la vista.


Pero esto, no solamente hay que sentir; hay que hacer sentir, hay que educar. Y con todo el lirismo que convida a la delicia de la vida, y a amar el espíritu, se entra por la Avenida de España en la Ciudad de San Sebastián, y se acaba por abrazarse con la vista del mar.


Vamos ahora con la segunda entrada de San Sebastián. Si hay algo bello en el mundo, es toda, cuanto se puede contemplar como emoción y como amor. Es la entrada por la carretera del Antiguo y la continuación por el paseo de la Concha.


Estamos hablando históricamente a principios del siglo XX; porque la visión de la lejanía del mar y de un paisaje virgen, era ya en la antigua y primitiva entrada de San Sebastián cuando,

todavía siendo villa, se bajaba a la Ciudad por la carretera de Ayete. Y el Rey Felipe III manda parar la suntuosa comitiva, que con su Majestad, llega a la Ciudad. El Monarca, maravillado ante el paisaje, se detiene en el alto de San Bartolomé. La emoción le produce una de sus más bellas exclamaciones y baja a la Villa. Nunca pudo suponer el Rey lo que San Sebastián encerraba en belleza tan sugestiva.


Pero esta entrada es la antigua; no hablemos de ella, sino de la moderna, que actualmente llega por el Antiguo. Es la entrada que deja ver la maravilla de la bahía de la Concha en toda su más soberbia plenitud. Y la entrada de Ayete por Oriamendi, destruída por la piqueta de la civilización, carece hoy de la antigua belleza; hasta parece que no existe, y sin embargo, ¡cuánto encierra de bello ante la visión de su histórica montaña, de todo su abierto panorama que nos va recordando la nueva Ciudad! La segunda entrada, por la carretera del Antiguo, recordando aquel primitivo San Sebastián, es en la actualidad de la más suprema belleza. Hay días en que es tal la pureza de su cielo, que parece distinta al resto del cielo de la Ciudad.


La entrada anterior se verificaba por la calle Matía, pero la actual, construída durante el primer tercio del siglo XX, es a través de la Avenida de Zumalacarreguí. Esta Avenida bordea todas las bellas edificaciones de Ondarreta. Cuando ya se entra en ella, surge la primera vista de la maravilla del mar, el sentimiento de la naturaleza cuando la vista del monte Igueldo inicia en el hombre la ternura de las cosas que van apareciendo a medida que se va entrando carretera adelante; y la música que murmura los primeros compases de la cadencia de las olas, va sucediéndose con la suavidad de una oración de monjes recogidos.


Mirando a mano izquierda, toda la opulencia del mar, es como una majestad con manto de armiño. La primera visión es la de la superficie casi inmóvil de la bahía; es el espejo que en un inmenso cristal, se refleja el anfiteatro del paseo de la Concha.


Paseando por la suavidad de la curva que llega hasta el final del paseo, sentada sobre el mar, está la isla de Santa Clara con toda su interesante historia.


Cuando amanecen esos días gozosos, de pureza de santidad, el viajero que va entrando sin mover su vista de un panorama casi único en el mundo -y lo digo sin hipérbole, se encuentra con las aguas doradas por el sol de los cielos y el encanto de una arena, que por su finura y suavidad, es un bello tapiz para que lo puedan pisar delicados pies de unas virgenes del Señor.


Y todo esto abierto, mirando por el mar, como la verdadera figura de una concha. Y desde el comienzo de la entrada, como la gran línea de una palmera ligeramente ondulada. Pero en junto la plenitud de la vista.


Fe de erratas.

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La Sociedad de Naciones en San Sebastián

 La Sociedad de Naciones en San Sebastián

EL año de 1920 se celebra en la ciudad de San Sebastián, el séptimo Congreso de la Sociedad de las Naciones. Se elige nuestra Ciudad, no como población de gran

número de habitantes; ni como una ciudad de colosales proporciones. Pero si, como capital de provincia de una nación neutral.

De condiciones precisas para aquella tan importante e histórica reunión. Lo veremos más adelante.

La Sociedad de las Naciones -como su mismo nombre lo indica- es una reunión de importantes naciones del mundo,para fundamentar, en bases que al parecer habían de ser inconmovibles, la defensa de la paz y bienestar del mundo. El espíritu que les movía, no era nuevo. Ya en la época en que fué Santísimo Padre de la Cristiandad el Papa Benedicto XV -como veremos más tarde-, se escribió y comentó la más pura doctrina en aras de la paz. La Conferencia de la Paz comenzó dando al mundo la impresión de que su pensamiento básico era el hacer imposibles las guerras, tan implacablemente devastadoras, como la primera europea.Y de aquella Conferencia de la Paz surgió la ya olvidada Sociedad de las Naciones.

El gran campeón del idealismo de aquella unión, pretendió serlo Woodrow Wilson. Pero Wilson no tuvo la originalidad de la idea. Ya antes de Wilson, aquella Europa que siguió a la caída de Napoleón, destrozada y exangüe, odiando las guerras, concibió un ensayo de Sociedad de Naciones.

La Santa Alianza, Liga de los Príncipes y de los Pueblos, inspirada al Zar Alejandro I, por el misticismo de madame de Krudener, pretendía garantizar indefinidamente la paz del mundo.

Después han sido en gran número los hombres que, con más o menos acierto, inspiraban a los poderes públicos, una unión de naciones, que por su fuerza moral y material, pudiesen garantizar la paz de la civilización. El mes de agosto de 1917, Benedícto XV se dirigía a las naciones beligerantes con las siguientes admirables palabras:

«Por de pronto, el punto fundamental debe ser, que la fuerza material de las armas sea sustituída por la fuerza moral del derecho; de donde resulta, un acuerdo justo de todos, por la disminución simultánea y recíproca de los armamentos, según las

reglas y garantías que se establecen, en la medida necesaria y suficiente para mantener el orden público en el Estado, y por la sustitución de los ejércitos por una INSTITucIÓN DE ARBITRAJE, para una alta función pacificadora, según reglas a concertar; así como sanciones a determinar contra el Estado, que rechazase, sea el someter las cuestiones internacionales a un arbitraje; sea aceptar de él las decisiones. Pues bien; he aquí definida por la más alta representación de la lglesia, la esencia misma de la Sociedad de las Naciones. Pero si nos remontamos a los principios de derecho cristiano, concebido por los inmortales doctores de la Edad Media, nos encontramos con la clarísima exposición del Padre Suárez. Y no es necesario ir tan lejos. La misma teología católica del último siglo, en todos sus preceptos y doctrinas, nos señala de una manera que no deja lugar a duda, la magna idea de una LIGA DE PAZ, y hasta la misma teoría razonada, de una asociación de pueblos para el bien común de los unos y de los otros, que es lo que se llamó Sociedad de Naciones; que viene a ser lo que Taparelli, en su Tratado Teórico sobre el Derecho Natural, publicado en el año 1848, en Nápoles, enseñó de modo magistral.

Por último, y para no extenderme más en cuantos antecedentes doctrinales existen sobre la idea catôlica de la Sociedad de Naciones, me limitaré a señalar aquella otra de sapientisima doctrína, expuesta por León XIl en Novedades Religiosas, publicada

el 15 de febrero de 1919. ¿De qué ha valido todo aquello?

El mundo, desde hace millares de años, tiene la experiencia de los tratados, convenidos para toda una eternidad, y sin embargo