sábado, 13 de marzo de 2021

Por las calles y plazas de la Ciudad, en los días 14 y 15 de Agosto de antiguos veraneos.

  CUANDO llegan estos días inolvidables, en la mente de un Cronista Oficial de la Ciudad, del mismo modo que no se olvidan las fiestas onomásticas, se ha de renovar la estampa, con todo lo que tiene de sugestión y todo el espíritu de una vida de años pasados.


Los días 14 y 15 de agosto. El día de la Virgen es de un recuerdo secular en generaciones enteras. Recordemos, que el mismo año que siguió al de la quema y destrucción de la Ciudad, el alma donostiarra cantó y oró ante el altar de la Virgen, venerándola.


No la ha olvidado la ciudad de San Sebastián a través de los años; como lo más sublime de la mujer, exaltada, en la Reina de los Cielos. Y de víspera a su glorioso día, va preparándose, para glorificarla con músicas y voces unidas en la profesión de su fe,como síntesis, de toda la vida social y política durante el transcurso de los siglos.


La ciudad de San Sebastián venera a su Virgen en el día de la Asunción. La recuerda como a su salvadora. La implora como a su celestial protectora. La guarda como imagen de sus consuelos y de sus alegrías. La invoca en sus desdichas. Y en todas las vicisitudes de su historia, allí ha permanecido con la mirada puesta en la Ciudad, de la que es su secular Patrona.


En los trances más amargos de la historia donostiarra. En las guerras. En la invasión napoleónica. En los ataques de las tropas de Berwick. En los sitios de la Villa, por Amar de la Brit. En las desolaciones, incendios, huracanes y destrucciones. En la guerra de las Comunidades, en que San Sebastián prestó lealtad al Emperador. En las amenazas de los Hugonotes de Francia. En las guerras de Sucesión. En los terremotos. Y en el último incendio y destrucción -que conmovió toda su Ciudad- por las tropas mandadas por el general Wellington, la Virgen del Coro, venerada Patrona de los donostiarras, há permanecido como fiel defensora de su independencia y guardadora de sus glorias, para que todos, no la sepultaran en el olvido en el total hundimiento de su nombre universal.


Por esto, los donostiarras que conocen su historia, llenan su espíritu de estremecimientos inefables. Porque en derredor de su manto y de su imagen, se anidan y confunden las almas, de mil generaciones. Los hechos históricos de sus mismos orígenes.


En el día de la víspera y en el clásico de la Patrona, el pueblo donostiarra acude en aluvión de millares de personas y desde hace siglos, a orarla de hinojos, a amarla y a esperar de Ella, cantándola y suspirándola.


Pues bien; han resonado los cañones de los barcos anclados en la bahía. La batería del Castillo dispara los suyos. Se arría la bandera del Pendón morado de Castilla. Se han abierto las grandes puertas del Real Palacio de Miramar. Una muchedumbre forma dos larguísimas hileras en toda la extensión del paseo de la Concha y en las calles que conducen a la iglesia de Santa María bulle anhelante una muchedumbre.


San Sebastián está allí. Los balcones lucen reposteros y colgaduras. Y la Reina, con la Infanta María Teresa y el Rey, bajan en coche del Palacio Real. Una gran escolta, digna de una Reina de España, le precede. A un lado del coche, el correo gabinete y el caballerizo real. Y el atrio de Santa María que huele a incienso.


Sobre aquellas losas goteadas de cera de abeja bendita, aguarda a la Reina el venerable clero. El Ayuntamiento, con las autoridades civiles y militares, palaciegas y cortesanas. El símbolo y el carácter de un ideal. El poema caballeresco del espíritu.


En la fachada barrocochesca, titilan lucecitas en vasos de cristal, con santo óleo, que da a la iglesia aspecto medieval. La muchedumbre aclama respetuosamente el paso de la comitiva real, y entre vítores, llega el coche de los Reyes.


La escolta, con una brillantez guerrera, como defensa de todo lo absoluto, permanece en la calle Mayor. Y la Reina, al descender del coche con la Infanta y el Rey, escucha con los sublimes acordes de la Marcha Real, por una banda militar, las grandes aclamaciones. Recibe el homenaje y el acatamiento de las autoridades; las bendiciones de la Iglesia. Entran con el agua bendita, que recibe del hisopo sacerdotal, bajo palio. Es el palio, recuerdo de aquellos Emperadores que así honraban a los Prelados de la Iglesia, en el siglo IV, y demostración que sólo hace con el Sumo Pontífice, Emperadores y Reyes, en señal de satisfacción y alegría de la Iglesia.


Se ha colocado la Reina con la Infanta y el Rey, bajo dosel de rico damasco rojo. ¡Qué grande es la realeza, cuando impera en ella la virtud! El altar Mayor, profusamente iluminado, con la asistencia de todo el clero. La gravedad del silencio de la iglesia, engrandecen la solemnidad del acto. Y comienza la gran Salve, que se canta a toda orquesta.


Es aquella salve, que desde niños la escuchamos. La que nos extremecía y alegraba. Como un esmalte en la flor. Como vida de resplandores. Un ce en el alma.


La Salve clásica del 14 de agosto. El crepúsculo es en aquel momento una lámina de plata que se extiende por todo el presbiterio. Y habían dejado de sonar todas las campanas jubilosas, que invitaban a entrar. Y cuando la atmósfera, de puro aire religioso, impregnaba de aire todo el ámbito de la iglesia, el coro ha comenzado a sonar, como una nota alegre del espíritu, como un suspiro anhelante del alma, que cree; los primeros compases de gloriosa salutación a la Reina de los Cielos. Salve... Regina Mater, misericordiæ.


Y la ciudad de San Sebastián, por fuera del templo, siente ya la carne viva del comienzo de la gran fiesta de su pueblo. Es la víspera del día de la Virgen de la Asunción. La fiesta más bella de la mujer.


La Salve ha terminado. Y la Reina escucha desde su Real Palacio de Miramar, todas las palpitaciones del corazón de un pueblo. Las calles de la ciudad donostiarra bullen en una exaltación generosa. Salen las músicas, heraldos armónicos de la fiesta patronal. Hay una fe que encarna el sentir del alma popular. Que ha salido de escuchar la Salve y ha rezado ante la Virgen. Y siente la satisfacción de que vive en un pueblo, que ama a la Reina de los Cielos y se descubre ante la Reina de la tierra, que siente, en donostiarra, como él. Y esta es su mayor alegría.


El cielo de aquella noche está estrellado. Y en el despertar del día siguiente, un fresco rumor que se oye de aguas de la bahía, empujando a las olas de la playa, que se unen, se abrazan y se deshacen después, en delirantes exclamaciones de alegría.


Despierto mi fantasía de niño. A través de las calles, paseo bajo los árboles de la Alameda. Han desfilado ya las músicas. La Banda municipal toca diana y lleva en sus notas alegres, la representación armónica de la Ciudad.


Nada emociona más a un pueblo, que su banda le salude por las calles donde vive, con una alegre sinfonía, el día de su Santa Patrona. Y la calle Mayor se prepara, al paso de su Ayuntamiento. Desfilará en Corporación. ¡Qué belleza tan popularmente española, que sus Ayuntamientos, sus Casas Consistoriales, corporativamente desfilen y vayan camino del templo parroquial! Cuando luce la bandera de la Ciudad, en manos del síndico. Resuenan los timbales. Suenan los clarines de plata. Los músicos van uniformados. Y el pueblo se arremolina y estruja en sus calles, para ver... Para ver pasar a su «Casa Consistorial»; a su Ayuntamiento; a sus próceres administrativos, que con albos y almidonados cuellos, de gran etiqueta y señorío, marchan a ocupar los bancos de honor, que el pueblo les entrega, adornados de terciopelo rojo símbolo de amor ardiente, y las armas de la Ciudad, como lealtad a sus juramentos. Y ha comenzado la clásica Misa Mayor. La Mísa es a gran orquesta. Y las voces son de un gran orfeón. Que no se puede festejar a la Santa Patrona de la Ciudad, sin que el Ayuntamiento ocupe los primeros sitiales de su Misa Mayor y todo el pueblo le acompañe.


Y cuando llega el mediodía, la bahía de la Concha tiene como ornamento de belleza marinera, los yates de la gente bilbaína, que a ver a su hermana donostiarra llegan para abrazarla. En el Boulevard, los primeros compases del pasodoble, que inicia el programa del concierto. Y allí está, bajo la sombra de todos los árboles que ocultan el sol, la explanada de los alegres corrillos; los paseos de exhibición y del buen gusto. Las tiendas elegantes. Los cafés, exhuberantes de animación. El despacho de Arana, con gente del toreo, potentados y aristócrates. Vendedores ambulantes. La Prensa de Madrid, de mano en mano. La máxima alegría coronada, y un gentío que se prepara a la corrida de la tarde. Al partido de pelota. Al frontón de Jai-Alai.


Y cuando suenan las tres de la tarde, en todos los cafés donostiarras es el comentario vivo, de las fiestas de la «Semana *Grande»>. Pasan las músicas. Los pasodobles toreros distraen la taza de café aromado. Lucen manolas y toreros. Y la gente se prepara. Antes de las cuatro, la plaza es el pequeño mundo de bullicio, de espectáculo original. Y es el 15 de agosto, en que el Cielo refleja una luz que no hay otra superior. Música en el quinto toro, con insuperables banderillas de Guerrita. El Rey merienda en su palco. Y el pueblo en sus tendidos. El Ayuntamiento preside la fiesta. Y a los espadas no les han faltado regalos valiosos, de aristócratas del toreo.


¡Qué belleza, después, en el antiguo paseo de la Zurriola! La dulce claridad de aquel inmenso horizonte de mar. La tengo descrita en el segundo volumen, que he publicado ya, sobre La Vida de la ciudad de San Sebastián, 1900-1950. Competía en animación y buen gusto y riqueza de trajes, con el paseo del Boulevard. Hasta que el crepúsculo, rendido al ocaso del sol, llena de luces toda la Ciudad. Siguen los comentarios.


La pelota y los toros se armonizan. Jai-Alai y la Nueva Plaza.


Fuentes y Portal. Y la orquesta de la terraza del Gran Casino, es el arte de la música. Atrae sobre todos los demás, a su numeroso y devoto auditorio. Fiel al pentagrama. Y ha escuchado durante la tarde y parte de la noche a Granados y Albéniz; a Bretón y Falla; a Rossini y Donizetti; a Mozart y Beethoven. Y ha recreado su espíritu en el gran amor de la armonía.


Y cuando todavía seguimos en nuestras calles y paseos, entre multitudes, observamos todo el énfasis de la Ciudad, como una nota de soberano colorido; no existe lugar, calle, restaurant, café, silla, que la vida de pasión no palpite con extremecimiento, con risa y alegría incesante, en el corazón del pueblo.


¡Es la noche de 15 de agosto! Se canta y se habla en todas partes. Se comenta y se discute. Y por las grandes puertas del Gran Casino, van entrando en el más lujoso desfile, todo cuanto el mundo pudo exhibir de fastuosidad y de soberanía terrena. Rumores claros y bulliciosos. Alegría que despíde salud en sus semblantes.


Por sus salones, cascadas de luces de efectismos líricos, en la riqueza de sus trajes, en la pureza de brillantes y perlas y en aquel conjunto, unión de arte, de belleza; poema sinfónico mundanal y último perfume de la noche dorada del 15 de agosto de la Ciudad,


Una luz pura ilumina la Ciudad. Y bajo aquel hermoso cielo, creación divina, loca fantasía del poeta; momento, que sin sueño, el donostiarra ha esperado el día; un silencio, con el dedo de los ángeles, sobre sus labios, ha envuelto el descanso de toda la ciudad donostiarra.


El donostiarra ya no olvída el 15 de agosto. Le ha grabado en su corazón. Es como un girón de su alma. No puede olvidarlo. No lo olvidará. Siente dos amores; el amor a su Virgen del Coro, la Reina de los Cielos y el de su pueblo. Volverá a repetirse al siguiente año y el donostiarra será el mismo del año anterior. Continuarán así todas las generaciones. No se olvidarán unas a otras. Y siempre vivirá la gran Ciudad. Nadie la olvidará.


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