sábado, 13 de marzo de 2021

La jira del Urumea en honor de los marinos alemanes de la fragata "Stein"

SI LOS Ayuntamientos de la época que estamos describiendo hubiesen sentido por la construcción de la Ciudad, el mismo lirismo de sus montañas, su mar y su paisaje, la ciudad de San Sebastián hubiera sido la primera entre todas las ciudades del mundo. Como no lo vieron así, tuvieron necesidad de acudir a sus mares y a sus ríos, para compartir, con el forastero, una grandeza originalmente personal. De su belleza y de su encanto. Así, organiza la fiesta náutica, celebrada en honor de los marinos de la fragata «Stein». Cualquiera otra fiesta hubiese carecido de originalidad. No así la llamada del Urumea, que fué como símbolo, de todo lo más poético, que la Ciudad engalanada organiza en honor de los marinos alemanes.

El río Urumea -a cuyas orillas ha crecido la Ciudad a compás de la civilización moderna- es en aquel momento histórico, el río de una de las más grandes fiestas que supo organizar la Ciudad. Las embarcaciones todas del puerto y de la bahía se han reunido en el comienzo de su entrada al mar. Están tripuladas por marinos de Cay-Arriba y del «Barrio de la Jarana». No han bastado las embarcaciones del puerto de San Sebastián y se va al de Pasajes para aumentar el número y la manifestación marítima. Los corazones han de sentir el arte de esa grandeza.

El Ayuntamiento se une al Club Cantábrico y al Club Náutico. Sólo una de ellas lleva a la jira, catorce traineras, ocho gabarras y mayor número de embarcaciones menores. Están alquilados todos los buques, embarcaciones, botes y traineras. El Ayuntamiento levanta una gran tribuna, enfrente al lugar que ha de ocupar todo el elemento oficial. El caserío Heriz se arrienda para el mismo Club y levanta una nueva tribuna. Aparatos especiales de iluminación, para el regreso, se han encargado a Burdeos. Y el Club llevará una gabarra, con la correspondiente banda militar. Se han amontonado en el «Caos» millares de cohetes. Derroche de flores y serpentinas. Se reunen para la jira más de doscientos socios, con sus familias. Se ha invitado a la Prensa de Madrid. El Ayuntamiento contrata a las célebres trompas de Biarritz y dos bandas de música. Y todos los invitados serán obsequiados con un «lunch», en el edificio de la escuela de Loyola, artísticamente engalanado.

El Ayuntamiento, el Club Cantábrico y el Club Náutico, son el alma de toda la organización. Los Oficiales y guardías marinas de la fragata «Stein» llegan a la fiesta con tres traineras engalanadas. Algunas embarcaciones se han convertido en góndolas venecianas. Una canoa en girasol y otra en cisne. La Familia Real se digna acudir a la fiesta. Pues bien. Son las cuatro de la tarde del día 10 de septiembre. Nos hallamos en el año de 1901. Sobre las aguas del río Urumea reflejan los rayos de un sol septembrino. Innumerables embarcaciones, primorosamente engalanadas, van formando un nuevo río entre dos hileras de lanchas y lanchones. Su extensión es tan dilatada, que algunos llegaron ya a Loyola, cuando una inmensa profusión de batallas de flores y serpentinas, luchan y se acometen de lancha a lancha.

Al desfile de las traineras alemanas, los marinos son saludados con vivas calurosos. Los alemanes ovacionan a la trainera de la Prensa española al pasar cerca de ella; y los periodistas vitorean a la Prensa alemana.

El gabarrón del Club Cantábrico, es lugar estratégico, desde donde se disparan sin cesar millares de ramilletes de flores. Todo es alegría de una honesta fiesta. Las músicas han atacado los primeros compases de las notas de su pentagrama. Y las embarcaciones, en un desfile nunca visto, exhiben el decorado ornamental de los múltiples colores de sus adornos y banderas. Y las aguas del río, donde plácidamente brillan los rayos de sol, sonríen con la blancura de sus pequeñas olas, producidas por el sinnúmero de remos que en su seno se hunden y se levantan. La fiesta se condensa en todo el campo de Loyola.

Son agasajados por el Ayuntamiento, en su tribuna, los marinos alemanes. Y el Club Cantábrico les invita a su pabellón, donde la nota de la máxima alegría, lleva al paladar las gratas emociones de los dulces y fiambres, rociados de «champagne».

Centenares de invitados toman parte en la fiesta. El Comandante de la «Stein» -alma agradecida- ante tanto agasajo, se multiplica en frases y saludos de emoción y contento. Y derrama la miel de su lenguaje. Y aceptado caballerosamente, es contestado con las galanas del habla española, por los socios directivos del Club.

Toda la vega es un cuadro oriental. Y la animación, con la orquesta, de millares de almas, una melodía de ruiseñor. A uno y otro lado de la ría, el asombro de la multitud, que presencia aquel alarde de lujosa majestad. Largas hileras de coches que han dejado sus dueños, y otros, que son tribunas de donde presencían aquella fiesta, desde la carretera. Música y orquestas. Huertas y campos perfumados de manzanos entre árboles centenarios. Frutales en madurez. Y campos de trigo, que a la vega rosean y la doran de inefable matiz. Y en el cielo y en la tierra, una sucesión continuada de contrastes, de tonos, de matices, de lejanías, que despiden a la tarde y columbran las primeras sensaciones del anochecer.

Y es entonces cuando comienza el nuevo cuadro de fantasmagoria, de variedad de sombras y de luces. La fiesta va llegando al final. Es un momento de tal embriaguez de color, que el pincel ha agotado toda la superficie de la paleta. Las tribunas del Ayuntamiento y del Club Cantábrico, van desalojándose. La fiesta de las cucañas, de risa continuada y regocijo; espectáculo popular de rápidas emociones, de zambullidos y de risas, ha terminado. Se reparten los premios. Y la última pareja de la vega, lenta y perezosamente, termina el último compás de un vals de coreográfico ensueño, con la última nota del pentagrama.

Si la fiesta de la tarde es la máxima fantasía de colorido, el regreso de aquellos cientos de embarcaciones, con faroles a la veneciana; los montes con grandes y numerosas hogueras; iluminadas las dos orillas del río; el canto de los orfeones; el sonido de las grandes bandas de música; la música de cuerda, con las orquestas y orquestinas; luces de bengala con profusión, volar de alegría por los aires; las góndolas, con maravillosos efectos de color; risas de voces femeninas; la partida y alineación bulliciosa de todas las embarcaciones, con luces multicolores; la opulencia toda de la fiesta; la primera estrella que abandonó el disco solar; y la última fantasía que se acaba con la obscuridad y se ha ído apagando en todos los hechos reales, fundamento de la fiesta. Todos los lazos de la amistad se han desatado y despedido, pero ha permanecido el recuerdo, que no muere. Y la fiesta de la jira del Urumea, ha sido el encanto de los sentidos y un espasmo inefable, que recordará para siempre, el nombre de la ciudad de San Sebastián.

Vitoreados los marinos del Emperador, bajo el cielo estrellado de un anochecer septembrino. Aclamados en alemán los Reyes de España y la ciudad de San Sebastián. Todos desembarcan al final del paseo de los Fueros, que luce su última y más espléndida iluminación, a la veneciana.

El gran arco-bajo el que desfila la expedición- lo iluminan más de mil lámparas. Está dedicado a los Reyes. Pues bien; aquella fiesta del Urumea -que no se puede olvidar mientras viva San Sebastián- es correspondida con la galantería y caballerosidad de un bello gesto de aquel pueblo en triunfo. Y la fragata <<Stein», engalanada con toda la riqueza de color del imperio alemán, había preparado una de sus mejores fiestas, en la bella bahía de Pasajes. y serena superficie de

Flores y banderas de todos los países, símbolos de las cumbres coronadas con esplendores patrios, eran el fondo ornamental de toda la fragata. Y los marinos alumnos alemanes, reciben y acompañan por los múltiples departamentos del barco, a todos los invitados. Los juegos y entretenimientos preparados a bordo, son numerosos; los ejercicios de gimnasia y de tiro al blanco, suceden a los juegos. Y el alma musical, como el amor por la unidad de aquel pueblo, canta las canciones de tradición oral, que el orfeón de los marinos interpreta con el más hondo sentimiento de su amada tierra. Con ramos de flores-distinción suprema del mundo- es obsequiado el sexo femenino, al final del lunch. Todos firman en el álbum de la «Stein». Y los marinos, los más bellos pensamientos en los abanicos de las concurrentes. La fiesta ha terminado. Por las escaleras marineras de la «Stein» descienden los invitados. La Reina Regente se digna enviar por su ayudante la placa del mérito naval al Comandante de la «Stein». La galantería alemana, con la caballerosidad española, ha dejado un gratísimo recuerdo bajo el cielo estrellado, de aquel puerto de Pasajes.

Y al día siguiente, cuando la fragata alemana ha zarpado camino de las aguas del puerto de Lisboa, veinticinco cañonazos resonando sobre las aguas, como la marcha triunfal de una idea, saludan al pendón morado de Castilla, enhiesto y flotando a los aires, en el Real Palacio de Miramar. En aquel barco va un pedazo de su Patría.

Frente al vacío dogmatismo de los racionalistas, la afirmación del principio de universalidad. Frente a la obscuridad de la duda, la luz deslumbrante de la Mano Divina, que los salva de todos los peligros.

Han terminado todas las fiestas organizadas por el Ayuntamiento en honor de los marinos alemanes. La ciudad de San Sebastián abre los primeros años del siglo XX, en aquellas calles y aquellas plazas que habían dado el paso a otras generaciones.

Como las aguas de un río caudaloso, pasaron todas, al mar inmenso de la humanidad extinta. Y perduraron vivientes y renovándose, las piedras inmóviles, las calles firmes, los puentes graves, los edificios suntuosos. Y sólo los años y los siglos, como centinelas alertas, mudos espectadores del destino, van contando, con mirada de órbita serena, todos los cambios, todas las tragedías y todo el pequeño poder de la vanidad y soberbia humanas.

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