sábado, 13 de marzo de 2021

El silencio de las mañanas.

 EN el siglo de los ruidos, justo es que nos fijemos en la vida que entrega el silencio. Nadie lo inventó; como el ruido. Nació en el mismo ser. En el alma del hombre. En la vida de las cosas. Las cosas no hacen ruido. Se les obliga a que lo hagan. Del ruido huyen todos. El silencio lo buscan todos. ¿Qué es el silencio? Es un misterio. Pero es también el habla del corazón. El despertar del pensamiento. La pureza de la dicción.

¿Qué es el ruido? El agotamiento de la energía. El suplicio del corazón. La barbarie del pensamiento. La anarquía del entendimiento. El ahogo de la energía psíquica.


¡Oh! Exclamación del cielo del silencio de las mañanas; cuando la energía del hombre se condensa en toda su plenitud. El alma de las cosas adquiere sentido religioso y recuerda la stblime grandeza de algo superior. Las ciudades en meditación. Las calles pensativas. El comienzo de la vida en toda su pureza. De tal naturaleza, que al primer paso del transeunte, lo profana.


Paseos floridos, que olvidan la muerte. Despedida del sueño, paraíso de todos.


Y salgo a la vida, agotamiento de energías. Ha tañido la primera campanita de la mañana, pura como aliento angelical. Y las calles ofrecen el silencio de una noble serenidad. La campanita ha convidado a pensar en algo inmortal, con un pequeño sonido que es un canto, que llama a un amor infinito, porque es dulce. La gente ha salido por las calles de la Ciudad y el Cielo ha retirado su última estrella despidiéndose del último foco artificial de la Ciudad. Es el ciprés que ornamenta las calles donde duermen seres queridos.


Abiertas están las puertas de todas nuestras iglesias. La paz interior de la Ciudad sigue imperturbable con el silencio; y la alegría de las almas no está amenazada por la barahunda de los ruidos. El mar de la bahía. Las aguas del muelle, con sus lanchas y lanchones que se preparan a la pesca de alta mar. Hunden los remos en las aguas. Rechinan los estrobos. Aguantan los toletes. Y la trainera de la madrugada, avanza a alta mar, con la hercúlea fuerza de los valientes marinos. No ha quebrado el silencio. La paz sigue en la Ciudad.


La naturaleza abraza al silencio. Y las almas que van a orar, no hablan más que a solas, con el corazón. Se abren todos los hogares. No han pensado en el sueño de la muerte, porque el sueño les ha dado energías, entregadas por la quietud reconfortable del descanso.


¡Qué belleza la del silencio de las mañanas, abiertas al Cielo, mirando al matiz de su color; aspirando el perfume primero de las flores; de sus paseos; sintiendo el alma de la ciudad; las voces de las conciencias; la conversación con Dios; el soliloquio del primer despertar!


¿Qué belleza puede compararse a la del primer pensamiento, que brota de la mente, después del sueño de la noche, que es un adiós temporal a la vida?


Al encontrarse con los seres más queridos. Con la primera luz toda alegría. Con la visión de la ciudad que en ella nació. Con todos sus amores. Con todas las esencias vertidas. Y todavía con ese silencio de los ángeles que saben divinizar la vida.


Y un nuevo sonido de la campanita lejana, mística y alegre, es como un recuerdo de todos los secretos del amor. Todavía duerme la ciudad querida y no hay la menor molestia en el despertar. El encanto único de las primeras horas de la mañana, hace de la ciudad una nueva urbe, donde el hombre no ha puesto nada. Todo lo ha hecho la obra de Dios.


Pero es la ciudad, que es nuestra, y nuestro el encanto del silencio, que aun perdura. Cuando salimos a la calle y todo continúa con la grandeza "sublime del misterio, las montañas inmediatas que rodean a la ciudad de San Sebastián, rompen la niebla que las ha cubierto como una venda, del ciego de la noche. El despertar de la naturaleza, que mira a la ciudad, es todavía más silencioso que el de la ciudad misma. Ya no preside la luna, el milagro de la noche, ni su luz derrama descanso en el sereno retiro de sus almas.


La vida va rompiendo la misteriosa paz. El trabajo -grandeza del hombre- abre sus puertas a la luz del día. El estado del pensamiento se entrega a la acción del hombre. Y aquella frase paradógica de la elocuencia del silencio, más que todos los discursos -según frase de Montesquieu- va destruyéndose a medida que el núcleo de la vida donostiarra comienza con sus primeros ruidos, los primeros momentos de perturbación en la inteligencia del trabajo.


El silencio pitagórico va rompiéndose. La ciudad, que ha despertado con una alegría de oración, con alma mística, ha roto el sentido religioso del silencio. El pensador que escribe, ha puesto ya una lágrima en su dolor. El hogar ha quebrado su armonía. La verdad su reflexión. La tranquilidad su sosiego. Pero el silencio, nunca es negativo. Porque es la más fuerte preparación para sentir, para hablar y para vivir.


De ese silencio es el que la ciudad donostiarra ha sacado todas sus energías, para crear y desarrollar la Ciudad admirada. Ha sabido guardar aquel silencio, que da la verdadera pauta, para callar y después saber hablar a tiempo. Sin reticencias. Sin rutina y sin órgano destemplado. Porque ha hecho del silencio una virtud a través de los años. ¡Silencio bendito! Salmo de los dioses. Secreto de todos los amores. Alma de los templos. Padre pensamiento. Amigo de los santos. Compañero de los genios.


Vida que envía el Cielo. Abrazo de los poetas. Canto de la inspiración. Suspiro de ángeles. Celo de la pureza. Y enemigo terrible e irreconciliable del demonio y del ruido. Déjame que contigo sueñe y contigo viva, y todo mi pensamiento, con tu amor lo conciba. Como de niño pensaba, como de niño sentía, sin que nadie se acercara, sin que ninguno me llamara, Sólo tú, con un amor que el silencio me inspirara. El que llama a las plantas de una Virgen y la Virgen me escuchara, contestando a mi oración, con una mirada suya. ¡Oh silencio con que yo vivo, con las lágrimas más limpias, de tantas penas derramadas, que después son alegrías, porque son de una sonrisa, que el Cielo me enviara! ¡Silencio de las mañanas! ¿Por qué vivirán las ciudades con esos ruidos terribles? ¿Con esas llamadas de infierno, que despiertan en sobresalto; que arrancan del hogar, la paz y, que sus estridencias enferman el espíritu? ¿Por qué vosotras, ciudades de tranquilidad, de turismo, de vida y de amor al trabajo, consentís que el silencio se quebrante, con esas llamas de fuego, de bocinas estridentes, de pitos insultantes, de escapes abiertos, etcétera.


Si el silencio es aumento de vida y consuelo de paz, el ruido es una agresión a la salud; un verdadero delito de lesa tranquilidad, que toda ciudad busca para el bien espiritual de los hogares. Aumentar el silencio de las ciudades; cambatir el ruido sin piedad. Ese es el programa de actualidad en Gobiernos, Corporaciones y Ayuntamientos. Los hombres más equilibrados en el mundo de los heroismos, surgieron del silencio. Los espíritus serenos han sido compañeros inseparables del silencio. Toda nuestra ciudad de San Sebastián se ha construído en aquel silencio de hombres que pensaron dentro de sus edificios, en sus iglesias, en sus paseos y en sus reformas.


La iglesia de Santa María, sobre la mesa del silencio de los genios de la Compañía de Caracas; de contados feligreses y de unos párrocos de silenciosa santidad. La marcha triunfal de las ideas, han sido la consecuencia de horas, de incesante pensar en el silencio. Las tragedias clásicas son fruto del silencio. Los grandes escuadrones que esperan la voz del mando, para avanzar, se forman silenciosamente. La energía psíquica de los grandes hombres, se ha creado en el silencio. La misma elocuencia sagrada de los Santos, que conmovieron al mundo, se forjó en el silencio. Y decía Schiller que: el primer deber del ciudadano es el silencio. En cambio, ¿quién no se siente atormentado en sus horas de trabajo -como recientemente ha escrito un eminente doctor psiquiatra y escritor- por la barahunda callejera: bocinas, estrépito de camiones y tranvías, gramolas, etcétera.


Y no sin razón, el ruido perturbador del trabajo y del descanso, puede calificarse de delito similar a cualquier daño infligido a nuestra salud por un acto agresívo.


Si el ruido es la bullanga, el gamberrismo y el alboroto, el silencio es la paz del espíritu; vida que se alarga; sueño que se disfruta; misterio en que no se piensa; afirmación que no se discute; descanso que termina en la armonía; intervalo que aumenta en longitud y disminuye en tiempo. Por todo esto, ¡qué bello el silencio de las mañanas donostiarras! Cuando todo es quietud; nadie se mueve; el aire es puro; las estrellas nos dicen adiós; las primeras luces se divierten entre ellas, en la concavidad celeste; y se santiguan ante el amanecer; nadie grita; se fundamenta la estética de la ciudad; y el principio de la melodía va formándose a medida que se escuchan los primeros suaves sonidos del alba.


El aire se agita suavemente; balancean las flores; se mueven las hojas de los árboles; se sienten los primeros pasos del hombre. Y la vida comienza sin que se piense que aquel momento ideal es la primera acción del hombre; sin lucha; sin sufrimiento. Que nadie se la puede discutir, porque es el momento en que el disfrute es personal entre el ritmo y la palabra, único e indiscutible. Parece el principio de la creación.


Del balcón abierto de un piso de vecindad, se escuchan los compases del sonido de un violín. Quiebra el silencio primero de la mañana; pero es la música de un profesor, que dando lecciones a sus alumnos, cumple melodiosamente la sublime e incomparable ley del trabajo.


Pero la luz tiene ya abiertas todas sus claridades de expresión. La vida entra en acción. La ciudad ha terminado casi el silencio del amanecer, y con el pulso nervioso, lucha consigo mismo para saludar tembloroso, sombrero en mano, al portador del día, abriendo sus puertas al enemigo más terrible, que llega con todas los ruidos que pretenden acabar con la salud de la misma humanidad. Han entrado los borriquillos con sus marmitas de leche. Rueda el primer coche con caballos al trote. Se abren los mercados. Se limpian las aceras de las calles. Canta el reloj las horas. Doña María y doña Leonor abren el primer balcón de la habitación donde han descansado. Vendedores de periódicos vocean a través de las calles «La Voz», «La Constancia», «La Unión Vascongada»... (¹)

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(1) Este capítulo lo escribí el día 4 de noviembre de 1951, y recitado después por Radio San Sebastián. He sentido la intima satisfacción de que el excelentísimo Ayuntamiento de San Sebastián, en sesión plenaria del 4 de junio de 1952, tomase el acuerdo de crearse una Zona de silencio. Porque era ya hora de que los ruidos de todo calibre terminasen, en la tranquilidad de una Ciudad de la más álta categoría


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