Cuántas veces al comentar la vida de la ciudad de San Sebastián, tropiezo con la palabra trabajoj ¡Y cuántas veces me pongo a pensar en toda su trascendencia! La mayor locura de una sociedad es la de no trabajar o la de trabajar poco. La más ínsigne torpeza, la de dejar de trabajar; no trabajar, es una holgazanería, y trabajar, gran sabiduría. El hombre ignorante prefiere no trabajar; el hombre sabio busca trabajo donde otros no lo encuentran. De ahí los grandes inventos. El trabajo es el enemigo de la ruína del hombre, y el hombre el héroe de la paz en el trabajo.
Leamos a don Diego Saavedra Fajardo en su «Empresa polí tica» (pág. 248-49), cuando hablando del trabajo dice así: ¿Qué no vence el trabajo? Doma el acero, ablanda el bronce, reduce a sútiles hojas el oro y labra la constancia de un diamante. El templo de la gloria no está en valle ameno, ni en vega deliciosa; sino en la cumbre de un monte, a donde se sube pot ásperos senderos, entre abrojos y espinas.
Pues bien; apliquemos esta virtud del trabajo a la ciudad de San Sebastián. Villa y ciudad se forjaron en el trabajo. Después de su incendio y destrucción, los vecinos que se salvaron de la catástrofe, pensaron en el penosísimo trabajo que había de comenzar para reconstruir la ciudad perdida. Los comienzos del siglo XIX fueron, para los primeros moradores, de entusíasmo y de iniciatíva.
Los ayuntamíentos se formaron de regidores, cuyo pensamiento fundamental era el de reconstruir, por todos los medios, la Ciudad. Era el instinto del trabajo el que se hallaba unido al del amor de la ciudad que había de resurgir. Con los Ayuntamíentos, el pueblo colaboraba, uniéndose a su admínístración. La construcción de las calles y la de sus edificios fué obra de un trabajo constante y colaborador.
San Sebastián no cejaba en su empeño. Aquellos obreros vascos que bajaban de las montañas cercanas y de sus caseríos, trabajaban de sol a sol, y las nuevas calles eran su obra merítísima. Eran felices maestros de obras, con obreros de todos los oficios, comenzaban y terminaban las casas, ingente obra de la continuidad y de la energía. Terminaban las calles y levantaban casas; llegaban habitantes nuevos para unirse a los antiguos, como sí ellos recordasen aquellas palabras del Fuero de repoblación, donde dice que se conceda a omnibus fominibus, presentibus et futuris, qui populati sint et in antea populabantur in Sancto Sebastiano».
Y aquellos habitantes nuevos, identificados con los antiguos, asimilándose en sus costumbres y en su vida, continuaron en la reconstrucción de las calles, paseos, casas y bellos edificios de la Ciudad. El trabajo en el hombre continuó incesante; se talla la piedra, se trabaja en el mármol, se ornamenta la madera, se abren camino las industrías y el comercio; se asimilan todos los adelantos europeos; se perfeccionan los servicios públicos. Nace aquel San Sebastián fundamento del actual. Una fotografía de las pasadas épocas, nos indica la grandeza en el trabajo inicial y reconstructivo. El avance del sacrificio y el sacríficio de la Cíudad.
Las calles bien alineadas, las casas con la sencillez de toda socíedad familiar. El cielo azul que preside la ciudad, admirado de todas partes. Y todos los paseos frondosos con matices de esplendidez. El bienestar es evidente en todas las clases socíales. Y San Sebastián no tenía pobres. El alma obrera compenetrada con las costumbres de todo el pueblo, convivía con las grandes familias. La ciudad de San Sebastián carecía de cuestión social, y aquellos jornaleros que bajaban de los caseríos a la ciudad, de las aldeas cercanas al casco de la capital, traían consigo el entusiasmo por el trabajo; el goce de trabajar; la identificación con el progreso de San Sebastián, que lo sentía como cosa propía. Esta es la verdad.
De aquella verdad surge raudamente la población; Ilega a la Avenida de la Libertad, se encauza el río, se ensanchan urbanizando los arrabales, y en todos los demás órdenes, sigue idéntica línea de progreso. Las artes, la cultura, la música vocal y la músícá ínstrumental. Desde la Sociedad de principio de siglo, titulada la «Balandra», hasta nuestras orquestas y orfeones; desde la escuela de Santa Marta, los Colegios de D. León Sánchez y D. Toribio Pena, hasta los grandes centros culturales de hoy; desde las pequeñas almonas y el modesto comercio de la Ciudad, hasta la espléndida presentación de hoy. Todo, absolutamente todo, es obra exclusíva del trabajo. Insaciable cuando se reconstruye la ciudad y constante cuando aparece San Sebastián con la firmeza y exhuberancia actual.
Pues bien; toda esa continuidad en el trabajo, toda aquella pureza de la labor administrativa; que desde el empleado hasta el alcalde y el concejal se hallaban identificados; es el San Sebastián príncipio del siglo XX que lo estamos descríbiendo.
Del momento histórico en que los orfeones se contentaban con aquella simpatía de los maestros Oñate y Lushu, dirigiendo como número de programa el «Ume eder-bat» x el «Boga boga mariñelak», hasta la gran arquitectura que hoy se construye, magistral y ornamentalmente, por orquestas, orfeón y diversidad de coros, nadie negará que el paso es de gigantes. Y esta es obra indudable de un trabajo constante, con la máxima tenacidad en busca de la perfección, llegando así a los grandes veraneos, consecuencia del trabajo. Recordemos, donostiarras, aquellas tardes de deliciosa temperatura en que la terraza del Gran Casino se saltaba, frase la más exacta, al salón de conciertos, y la batuta de Arbós, dírigía con suprema elegancia la Marcha Fúnebre, del *Crepúsculo de los Dioses», y las maravillosas páginas de la Sinfonía de «Tanhauser». Todo aquello, orquestado con un magnífico instrumental. Y un marco de difícil superación.
El día 27 de agosto, el concíerto del Gran Casino fué consagrado a Wagner: «Crepúsculo de los Dioses», «Parsifal», «Sigfredo», «Tanhauser» y «Rienzi». Un público inteligente y entendido en el arte musical; un salón maravilloso de luz y de ornamento. Espectáculo que terminó con cotillón; con unos palcos que se pagaron a veinticinco duros cada uno. Y fué primero en ocuparlo el Embajador de Alemania.
Se había creado ya, la titulada «Gran Semana», quinta esencía de la fiesta; la anímación y el prestigio veraníego de San Sebastián. Días antes se sirvíeron en los distintos restaurantes, siete mil almuerzos. Y se organízó uno de los partidos de pelota llamado monstruo, y que se anunciaba como algo emocionante y sensacional. Todo a bombo y platillo. Se jugaron en el nuevo frontón de Atocha; un «Jai-Alay», con cubierta de cristal. Jugaban los campeones de los frontones modernos; Berrando Navarreta y Hernán Cortés, de la Habana, entre otros. El partido se jugó a cesta; sacarían a ocho cuadros y apostarían mil duros. El frontón se llenó como en los mejores tiempos del pelotarismo. Lucíeron los monumentales sombreros, sobre las cabezas femeninas. Los palcos deslumbraban por su fastuosidad y la fiesta de la pelota convirtió, al frontón, la máxíma elegancia.
Antes de comenzar el partido, los jueces cuentan uno a uno, los diez «veraguas» que se atraviesan; y al poco tiempo hiende a los aíres aquel oro español de los gloriosos tiempos, de las grandes monarquías, y que lo quisiéramos ver hoy. Una onza de oro, limpía y brillante de los Carlos, los Felípes y los Alfonsos, se echa a cara o cruz, ante los miles de miradas fijas en la maravillosa dominadora moneda, que hasta en los partídos había de decidir, cuál de los dos jugadores iba a ser el primero en el saque.
Comienza la lucha, y los contendíentes lanzan pelotas cegando al mismo aíre. La rapidez es vertiginosa, y los pelotazos en la pared, son disparos de arma de fuego. En aquella lucha de formidable energía, de resístencía inaudita, van pasando los tantos. El público presencía las jugadas bajo impresionante emoción. El partído sigue entre las ovacianes de la multitud y la inquietud de las almas; hasta que llegó aquel momento en que uno de los jugadores cae en tierra, rendido, jadeante. Ya no puede continuar el partido.
Le sueltan las cestas, la boina y el bombacho blanco, y la suerte se decide en favor del contrario, que era Navarrete. Y este llegó a los cuarenta y cinco tantos, cuando su colega, en tierra, quedó en veintiocho. El vencedor fué ovacionado, isiempre la gloria del vencedor! Y los «catedráticos» ganaron mucho dínero. Pero todo esto, que yo voy uniendo, aunque parezcan ser episodios sueltos, es una consecuencía del principio fundamental del trabajo.
Quíero decir, que la Ciudad se hallaba, bajo el punto de vista administrativo y urbanista, para sostener decorosamente unos veraneos de primera capítal española; con una moral que nunca se degradó. Esto no se podía llevar a cabo sin un trabajo estudiado, generoso, porque todo se encontraba a un nivel de gran ordenamiento de cíudad. Los grandes conciertos; las fiestas, en general; los alojamientos; la cortesía de las gentes; la urbanidad de todos los grupos; el conjunto adminístrativo; la higiene de la Ciudad; el bien recibir a los grandes personajes; la forma decorativa de los palacios veraniegos; el alma de las autoridades locales. La vida en general, organizada mediante la sabiduría del trabajo, en una cíudad capaz, por sí sola, de sostener unos veraneos eficientes, admirados por cuantos los dísfrutaban. La nobleza de sus habitantes.
De manera que los episodios no eran hechos sin hilación, síno que se producía y se unía como la armonía de un conjunto, y como la consecuencia de un principio de admínistración y un fundamento sabio de trabajo. No era un gran concierto, ni un gran festival, ni una gran carrera de caballos, ni una partida de tenis, ni un formidable partido de pelota, ni la presencía de personajes europeos, ni la protección decidída de una Reina y la presencía de, nada menos, que de toda una Familia Real. Era un todo orgánico y homogéneo. Una síntesís de todo ello. Y esto no lo consigue ninguna capital del mundo, sin que el trabajo generoso, y verdadero trabajo, constituya el principio fundamental. Esto fué, ni más ní menos, aquel San Sebastián de príncipios del siglo XX. TRABAJO.
El hombre no es sólo sentimiento, no es sólo razón, no es sólo voluntad. Lo es todo; sentimiento, razón, voluntad, personalidad. Hombre en una palabra. Y como tal, ser racional.
Esto, aplicado a la ciudad, es San Sebastian; no nos hagamos otras ilusiones. Porque estamos hablando concretándonos, objetivamente, a una, casí la principal característica de San Sebastián.
Adrián de Loyarte.
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