CUANDO los Ayuntamientos del siglo XX pensaron en solicitar del Ministerio de la Guerra, la propiedad de una faja de terreno para la construcción de un paseo en la ladera del monte Urgull, aquella petición fué totalmente desinteresada.
Los Ayuntamientos no pensaron más que en dotar a San Sebastián de un paseo que en realidad faltaba. Un paseo por el que se pudiese gozar de la infinita visión de mar. No pedían ayuda económica. Ni tampoco al Gobierno. Sólo deseaban la mera construcción. La ciudad de San Sebastián contaba con bellísimos paseos. Desde el Boulevar, Alderdi-eder y la Concha, hasta los más modestos, la capital de Guipúzcoa podía disfrutar del encanto de jardines y paseos. Pero todos ellos, así como sus calles, adolecían de un defecto: de que el mar en toda su extensión, no se veía.
Se encontraba la Ciudad rodeada del mar Cantábrico, y sin embargo, nadie podía disfrutar de la más honda sensación de toda su grandeza. ¿Para qué tenía la ciudad de San Sebastián la inmensa belleza del mar, si sus habitantes, desde sus calles o paseos, no podían disfrutar de su panorama ni de su estética?
Meditando sobre este importante punto, fué cuando aquellos Ayuntamientos proceres de principios de siglo XX, comenzaron sus gestiones. Había que disfrutar del mar, sin necesidad de ascender al Castillo de la Mota. Y al mismo tiempo, pasear sin fatigarse. Gozar. Meditar. Pensar. Ilusionarse. Contemplar la fuente eterna de vida. Envolverse en espíritu. Disfrutar. Sentir la juventud del alma. En una palabra: poseer el mar. Y fué cuando se construyó el paseo del Príncipe de Asturias, el momento culminante, como el cantil de una roca. La ocasión definitiva en que San Sebastián había de abrazarse al gran poema del mar.
Esta reforma, fué una revolución en los paseos. Sin flores. Sin arbustos. Sin pájaros entre enramadas de árboles recortados. Sin verdes hojas, tenía San Sebastián la gran poesía del mar. Toda la belleza del infinito, que nos había de deslumbrar. La música de sus olas. Y el ritmo de su esencia. Impresiones visuales y auditivas. Una noción maravillosa del espacio. Todos los fenómenos necesarios para sentir la música y acotar estados de alma.
Desde el principio del paseo, hacia su mitad aproximadamente, al mar le dividen la majestad de la montaña y la arquitectura del paisaje. Le encauzan por la muralla de la Ciudad y la dominan, bajo el furor constante de sus olas, rompiéndose entre sí, con rizos pulverizados de espumas. Pero cuando el paseo se aleja de la Ciudad y ya no se míra más que a la inmensidad; el mar, hito a hito con la concavidad celeste, es la magia de la extensión; el misterio del sonido y la gama de color. Los tres elementos en juego directo, con todo el mar. Y aquí está la sinfonía musical. El poema del sonido y la heráldica de la inspiración. La causa primera del goce está en toda la belleza. Y la belleza es la misma esencia de su ser. A medida que el alma se adentra por toda la extensión del paseo, el misterio es de un efecto de sonoridad de espacio. Un retumbar de energía de diversidad de gamas de oleaje, que unas sobre otras, van a chocar a lo lejos, con las laderas de las montañas. Pero sin perder la inmensidad.
La gran arquitectura musical, tiene momentos que está aguardando al genic que lo describa. Y a la formación melódica que la haga inmanente. Es el momento en que se unen en su interpretación, la gran inspiración del sonido y el sentido más elevado de la descripción. Y la música en aquel momento sería expresión. Pero expresión de sentimientos. Lo mismo en la música instrumental, que en la música vocal. El salmo de esos sentimientos es la forma representativa de los elementos más sublimes de la naturaleza. El romper de las olas es una expresión de la fortaleza del mar. Y las dos formas, una síntesis de inspiración poética o de inspiración artística. Por último, cuando el final del paseo del Príncipe de Asturias, ha abandonado toda la inmensidad, que la ha gozado con sólo una mirada; con sólo un momento de emoción; el observador y el simple paseante se acerca a la visión de la bahía de la Concha. De las arenas de oro de la playa. De la cadena construída de edificios.
Pero todo este último trozo, se ve también de otros lugares. Y sin embargo, después de haber sentido la inmensidad desde el paseo del Príncipe de Asturias, la sensación adquiere matices de de variados sentimientos.
Y aquí llegan, después de la música, la arquitectura y la poesía. Cuando el espíritu observador que ha perfeccionado en su paseo toda la grandeza y permanece recordando el fenómeno sublime de la inmensidad; es entonces cuando la sensibilidad del hombre, cambia radicalmente de personalidad. Porque está unida su alma, tanto como a la obra maravillosa del Creador, también a esta misma obra, pero enlazada y en un abrazo, con la colaboración humana Con su inteligencia asimiladora. Con la ejecución del arte en una de sus más bellas manifestaciones.
¡Donostiarras! Meditar un poco sobre este paseo y decirme después dónde tenéis otro mejor, para pulsar el mar. Del mar, con el misterio de la noche. Del mar, con la opulencia solar del día. De ese mar nuestro que es nostalgía de soñadores; de marinos pulsadores de sus olas. Mirad que la ciudad de San Sebastián no es la iglesia solitaria de la cima de la montaña a donde no acuden más que los pastores que cuidan los rebaños, es la Catedral del centro de la Ciudad, a donde van a rezar millares de fieles. Y hay que cuidarla y venerarla.
Como gran Ciudad, de líneas arquitectónicas, ha de mantenerse su alma de originalidad. Su prestigio de Ciudad de glorioso escudo. Porque cuando elogiamos a una ciudad, hemos de referirnos a los resultados de la administración de esa ciudad. A sus rasgos morales. Lo mismo que cuando criticamos, tenemos que referirnos también a los elementos que produce.
Un filósofo no puede contentarse con ser un buen trovador o un narrador de mitos, sino un original o profundo pensador de sistema de principios. Asi también las grandes ciudades que caminan en la civilización con todos sus adelantos, no pueden contentarse con lo vulgar que existe en muchas otras poblaciones. Debe avanzar en la originalidad y en la aplicación constante de métodos nuevos. Pues este y no otro fué el pensamiento cardinal de aquellos Ayuntamientos que sobre otros problemas y rodeados de dificultades, querían resolver el del monte Urgull. V por esto justamente se dirigieron a todos los Gobiernos. Porque sabían la riqueza urbanística, paisajista y marítima que encerraba. Y porque con esa riqueza podían perfeccionar una obra prodigio de belleza, al mismo tiempo que garantizaban todos los grandes veraneos de distinción. Y así, se unía aquella población de industria pequeña; de comercio selecto, con una ciudad jalonada de soberanía.
Y termínemos ahora con el último trozo definitivo del paseo del monte Urgull. Falta todavía por ejecutar el último trozo del paseo. Nos hallamos en los años de 1919 a 1922. El Ayuntamiento ha presentado ya un proyecto. Ha debido ser el definitivo. Pero con las variaciones que debían introducirse. Con estas variaciociones se veían dos soluciones. Primera: seguir la zona de edificios. Pasar sobre la Iglesia del Muelle y casas adyacentes. Y confinuar después junto al muro antiguo de las fortificaciones de la calle frente al Muelle y desembocar en la calle Igentea. Esta solución respeta todas las construcciones. Pasa sobre ellas. Se salva el ángulo de la dársena y la zona de servicio por medio de cinco grandes arcos de veintitrés metros de luz aproximadamante. Y viene a unificarse con la solución que escribí anteriormente al llegar al portalón del Muelle.
Que en un próximo capítulo describiré con todo el detalle necesario; para la multitud de lectores que con tanto interés siguen el curso de mis obras con temas tan importantes de la ciudad de San Sebastián.
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