viernes, 20 de junio de 2014

EL "MIRÓN" DE LA CALLE MAYOR

PLAZAS Mayores de España y calle Mayor; sois las rosasde las calles. Y como la Reina de las flores, las de mayor fragancia de Cíudades. Cíudad sin calle Mayor, es pueblo sin color y cuadro sin luz. Pueblo sin plaza Mayor, es flor sin aroma. Calles típícas, y solemnes. Las de los pasos de procesiones y solemnidades de fiestas.

Así fué nuestra Calle Mayor. La de ayer. Así es la de hoy. Pero la nuestra la preside un mirón. Que no pierde hora ní mínuto, sin contar a los donostiarras, todos los sucesos del día. Todas las horas de la noche. Todas las penas y todas las alegrías. Es el mirón de mirada penetrante, que llega hasta lo más hondo de la vida de la calle Mayor. Mira y se calla. Pero el mirón lo dice todo y lo cuenta todo. Y es inútil que nadie que entre y pasee por su <asfalto», pretenda sustraerse de su ínnata observación.

Tiene alma de leyenda con hístoría de añoranza. Y cuando alguien quiere recordar toda la vida que pasó, son sus latidos, flores de poesía y capullos de jardín. De la vida antigua, lo sabe todo. De la moderna, mucho más. Ni ignora cómo sucedió aquello, ni nadie le da lecciones de lo que es esto. Señaló pasos de Reyes, Príncipes y grandes de todo el mundo, a la hora justa que debieran entrar y pudiesen salír. Es el mírón histórico. Porque si este mirón, así como mira pudiese hablar, nos contaría la historía mejor contada de las mayores solemnidades que pudo admírar toda nuestra calle Mayor. 

Porque vió y contó el primer minuto en que las puertas de la Iglesia de Santa María se abrieron al culto, desde el primer día de su bendita inauguración. Sabe las personalidades que, por prímera vez, subieron los peldaños de su atrio secular. Y el Clero que, por prímera vez, pasó también al presbiterio, ricamente alfombrado, del nuevo Altar Mayor. 

Fué el que vió cómo se hízo la nueva calle Mayor; y no se cubre con sombrero ni lleva traje talar. Es un mirón que de noche y de día, habla con todos sus amigos del antiguo San Sebastián. Y si le falta algo que contar, es que ha pasado una ligera enfermedad. Pero repuesto en pocas horas, vuelve otra vez a contar. Y no hay suceso que se le escape, ni epísodio que deje de narrar.

El sabe lo que sucedió en la calle Mayor, cuando llegaron a San Sebastián los soldados del General Wellinglon. Y desde sus altos campanaríos disparaban sin cesar. El, saludó a Alfonso XII, cuando llegó a San Sebastián. Y a Amadeo. Y a Narváez, cuando pasaron por la calle. Y estuvo bien presente al precíso minuto en que la Reina Isabel II entró y salió del Parador Real. Y cuando Castelar, con su eucologio bajo el brazo recordando un mísal, entraba puntual y devoto por la gran puerta de nuestra Iglesia Mayor. 

Ordena la entrada solemne de todas nuestras Corporaciones. Cuando suenan sus clarines y retumban los clásicos timbales. Es un mírón tan celoso de la puntualidad, que ordena la salida del Real Palacio de Miramar, de la Reina María Cristina, que es el recuerdo más vivo de todo San Sebastián. Del Rey Alfonso XIII, y de toda la Corte en nuestra Ciudad. 

Cuando Su Majestad, bajo palio, entra en la Iglesía de la Patrona de la Ciudad, la preside con su mírada de matemática puntualidad. ¡Qué número de bodas no ha presenciado! ¡Qué cantidad de bautizos, no ha ordenado!, y de responsos que ha escuchado. Y, lo que es más notable, todo el mundo le obedece. Ni nadie protesta. Ni menos desobedece. Y es el caso que, como gran mirón, observa y curiosea toda la vida de la calle Mayor.

Mira a la calle. Se introduce en los portales y sube por todos los pisos. Como los espíritus, penetra por las puertas y paredes, y llega hasta la alcoba matrimonial. Nadie le cierra el paso. Ni de noche ni de día. Ní a nadie estorba. Ni se enfada con nadie. Es un simpático mirón, atendido y festejado por amigos y enemigos. A pesar de ser su mirada del más impertinente camastrón. Muy cerca de él, está la Iglesia de Santa María, y tampoco está lejos de los dos Conventos. Del de Santa Teresa y San Telmo. Escucha el sonido de sus campanas de bienaventuranzas; pero con ser mayores, de estatura parroquial, ni las cede el puesto, ni les deja de mirar. Porque es él, quien mira y ordena, cuando las campanas han de voltear. 

Y si alguna vez el campanero se olvida de que su gesto es el que le ha de ordenar, hace suspender el volteo, para esperar el mandato de su voz. Y no cambia. La voz es siempre la misma. Ni energía de mando. Ni tono de autorídad. Es una simple llamada de atención. Golpecitos a los oídos. Golpecitos. Eso es todo. Su voz es, de noche, poesía. Y de día, meditación. Nadie como este mirón de la calle Mayor podrá contar las antiguas salidas de las Mísas de doce en Santa María. Las elegantes señoras donostiarras. Y la señoril animación del atrio bendecido. Las marchas militares de aquellos regimíentos que, en lucidísíma formación, entraban en la Iglesía. Y era esto, cuando la Misa militar dominguera, despertaba toda la atención del pueblo de San Sebastián. 

Y es de oír lo que nos cuenta el mirón de la calle Mayor. Cuando aquel Teatro Principal era la expansión de la sociedad donostiarra, y a media noche ordenaba aquel desfile de las familias hacia sus hogares, entre cientos de luces de farolillos y sirvientas, que así esperaban a sus señores.

Cuando su armóníca voz, hacía que resonase la de los famosos serenos, que cantaban las horas durante la noche. «¡Ave María Purísima!... ¡Las doce... ¡Y sereno!...». Y en las esquínas de sus calles, las parejas amorosas se hacían sordas, ante sus insinuantes llamadas. Cuando se abrían y cerraban sus puertas, y el vecíndarío escuchaba su voz, en medio del más profundo de los silencios. 

¡Oh!, mirón. Indiscreto de la calle Mayor. De todas sus fiestas y de toda su vida popular. De sus luchas políticas. Que ni aun hoy, a nadie respetas; ni nadie puede pasar sin que tu mirada, caiga sin piedad sobre la vida donostiarra. 

Pero ¿quién eres tú, mírón de la calle Mayor, de tanto poder, que nadie se atreve a denuncíarte? ¿Ní nadie, de tus impertinencías se queja? Y en cambio cuando, a mediados del siglo pasado, dabas unos golpecitos en las frentes donostiarras, las famílias se descubrían, y aquellas familias rezaban. Y no era una vez, síno dos y tres veces al día. Se descubrían y decían el Angelus. Y las Procesiones del día del Corpus. Las Procesíones de Semana Santa. Los Gremios y Cofradías. Los estandartes y banderas, todos pasaban y los mirabas tú, indiscreto mirón. Con tu ojazo círcunferencial, contínuabas siendo mirón.

Mirón. Mirón de la calle Mayor. Que has llamado a todas las gentes. Que has oído todas las músicas. Que has escuchado a todos los orfeones. Y has llamado a todas las orquestas. Y despóticamente los has llamado, cuando a ti más te convenía, y tú les hablabas de añoranzas. En todo tiempo y a todas horas. De noche y de día. Con el calor del estío y las heladas del invierno. Bajo los rayos del Sol y el misterio de las dístintas claridades de la Luna. 

Con galernas y temporales, para tí, da lo mísmo. Ni tienes frío, ni te importa el calor, ni... la vergűenza. Sigues con tu inaudito descaro y observando hasta el paso de las nubes que vagan por el Cielo. Porque ni ellas, desde lo alto, pueden prescindir de ti, cuando las míras con el ojo mirón de tu vída secular. Y cuando tantas cosas viste. Cuando tanto puedes contar de toda la bella y dulce melodía de la vida donostíarra. Cuando tanto sabes. Cuando tanto nos puedes decír, a todos y por todos, confiésanos, por lo menos, quien eres tú. Pues aunque te hayas resistido, te hemos descubierto. Pues aunque no lo quieras, estamos en el secreto. Nos lo han descubierto tus mismos vecínos. Tus amigos más cercancs. Los que también a ti, de reojo te miran, entre la vida ornamental de unas piedras sagradas. 

Eres mírón; iy te llaman reloj! Reloj de la Iglesia de Santa María. Santa María la Mayor. Que preside también la misma calle Mayor. Y como reloj, tienes armonía y alma de canción. Y como ya de tí, no se habla más, te despido, diciéndote: 

¡Mirón! Reloj de Santa María. Pedazo de nuestra hístoria. Duendecillo y mirón. Eres reloj, de Santa María, el mirón, simpático mirón, de una de las calles más típicas, de la tacita de plata» del renacimiento de San Sebastián.

(Adrián de Loyarte)







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